MISTERIOS OCULTOS (LL)

Llamas del cielo
Según la leyenda, el Gran Incendio de Chicago de 1871 empezó cuando la vaca de Mrs. O'Leary volcó una linterna con la pata, encendiendo la paja. Se dice que las llamas consumieron el granero, propagándose de una estructura de madera a otra hasta que toda la ciudad estuvo virtualmente en llamas. Antes de que éstas se extinguiesen, más de diecisiete mil edificios habían sido destruidos, cien mil personas habían quedado sin hogar y al menos doscientas cincuenta habían muerto.

Menos conocido es el hecho de que todo el Mediano Oeste americano fue víctima de incendios desastrosos en la noche del 8 de octubre de 1871, desde Indiana hasta las Dakotas y desde Iowa hasta Minnesota. En su conjunto, constituyen la más misteriosa y letal catástrofe que se recuerda en el país. Eclipsada en la Historia por el caldero de Chicago, la pequeña Peshtigo, pequeña comunidad de dos mil habitantes cerca de Green Bay, Wisconsin, sufrió mucho más en términos de pérdida de vidas. La mitad de la población, o sea 1.000 personas, murieron aquella terrible noche, sofocadas por el humo o consumidas por unas llamas cuyo origen sigue siendo desconocido. Ni una sola estructura quedó en pie.

¿De dónde vinieron las llamas y por qué estallaron tan de pronto, sin previo aviso? «En un instante horrible, una gran llamarada ascendió en el cielo occidental -escribió un superviviente de Peshtigo-. Incontables lenguas de fuego cayeron sobre el pueblo, destruyendo todos los objetos que se hallaban a su paso como un rayo abrasador. Un ruido ensordecedor, mezclado con estallidos de llamas eléctricas, llenó el aire y paralizó a todos los que estaban en el lugar. No se vio cómo empezaba la ruina; el torbellino de llamas envolvió en un instante todo el pueblo.» Otros supervivientes describieron el fenómeno como un tornado de fuego, diciendo que edificios en llamas se habían alzado enteros en el aire antes de estallar en resplandecientes cenizas.

Lo que describieron los testigos oculares pareció más un holocausto del cielo que un incendio accidental provocado por la taca nerviosa de Chicago. Y ciertamente, según una teoría propuesta por el congresista de Minnesota Ignatius Donnelly, los devastadores incendios de 1871 cayeron de arriba, en forma de una cola de cometa caprichosa. Durante su paso en 1846, el Cometa Biela se había inexplicablemente partido en dos; se presumía que volvería en 1866, pero no apareció. Por fin, la cabeza fragmentada de Biela reapareció en 1872 como una lluvia de meteoritos.

Donnelly sugirió que la cola separada había aparecido el año anterior, en 1871, y sido la causa primordial de la ola de incendios que barrió el Mediano Oeste, dañando o destruyendo un total de veinticuatro poblaciones y dejando tras ella 2.000 o más muertos. La sequía de aquel otoño contribuyó sin duda a las dimensiones de la catástrofe.

La historia se concentra hoy en el Incendio de Chicago y pasa casi siempre por alto el Horror de Peshtigo, como fue entonces llamado. Prescinde totalmente del cometa Biela y de su misteriosa cola.

Llevado por un ave gigantesca
A las 8:10 de la tarde del 25 de julio de 1977, el niño de diez años Marlon Lowe, de Lawndale, Illinois, tuvo una experiencia que la ciencia dice que es imposible. Fue levantado del suelo y llevado por el aire por un pájaro enorme.

El primer vecino de Lawndale que advirtió algo desacostumbrado en el aire fue un hombre llamado Cox, que vio dos grandes aves, parecidas a cóndores, que descendían volando desde el Sudoeste. En el mismo momento, Marlon Lowe estaba corriendo con unos amigos sin darse cuenta de que, detrás de él, dos grandes pájaros, de una clase desconocida en Illinois, volaban a unos tres metros sobre el suelo. Marlon seguía corriendo, cuando uno de ellos le agarró y se lo llevó en el aire.

Su madre, Ruth Lowe, que lo vió, chilló aterrorizada y corrió detrás de las aves. Después de transportarle unos doce metros, aquella criatura soltó a Marlon, que cayó ileso al suelo. El ave y su compañera volaron entonces hacia el Nordeste. En total, seis personas presenciaron el increíble suceso.

Mrs. Lowe dijo que las aves parecían enormes cóndores, con picos de quince centímetros y cuellos de cincuenta centímetros de largo, con un anillo blanco en la mitad de aquél. Salvo por el anillo, las aves eran negras. Cada ala tenía, según el más prudente de los cálculos, un metro y medio de largo.

A pesar de los seis testigos, la historia era tan increíble que, si bien fue publicada en toda la nación, casi nadie la creyó y la familia Lowe fue cruelmente atormentada. El guardabosque local llamó embustera a Mrs. Lowe. Los bromistas empezaron a dejar pájaros muertos, incluso, en una ocasión, «un águila grande y hermosa», en la puerta de los Lowe. Los jovencitos locales se burlaban de Marlon y le llamaban Niño Pájaro.

La tensión producida en Marlon por el ataque y las subsiguientes consecuencias fue tal que sus rojos cabellos se volvieron grises. Durante más de un año, se negó a salir de casa después de anochecer.

Dos años más tarde, mirando atrás, Mrs. Lowe dijo a los investigadores Loren y Jerry Coleman: «Siempre recordaré cómo aquella cosa enorme doblaba el cuello con su anillo blanco y parecía tratar de picotear a Marlon mientras se alejaba volando.

Yo estaba en la puerta y lo único que veía eran los pies de Marlon balanceándose en el aire. Por aquí no hay pájaros que puedan levantarle de esta manera.» 

Lluvia de peces
En el siglo XIX, la Academia de Ciencias francesa declaró que los meteoros no existían. Los campesinos que decían que veían caer piedras del cielo, afirmaban los expertos, sólo se lo imaginaban. Cuvier, el científico francés fundador de la anatomía comparada y de la paleontología de los vertebrados, declaró categóricamente que las piedras «no pueden caer del cielo, porque en el cielo no hay piedras».

La Ciencia responde hoy de manera parecida cuando se dice que han llovido peces. Si no hay peces en lo alto, arguyen los ortodoxos, ¿cómo pueden caer del cielo? Si los relatos son ciertos, los peces habrían tenido que ser sacados del agua por un torbellino, transportados a distancias largas o cortas, y depositados en el jardín de atrás de alguien.

Y sin embargo, caen peces. La ciudad de Singapur, por ejemplo, fue sacudida por un terremoto el 16 de febrero de 1861 y, durante los seis días siguientes, llovió a cántaros. Cuando salió el Sol, el día 22, el naturalista francés François de Castelnau miró por la ventana y vio «un gran número de malayos y chinos que llenaban cestos con peces que sacaban de los charcos de agua que cubrían el suelo». Cuando les preguntó de dónde venían aquellos peces, señalaron simplemente hacia lo alto. La lluvia de peces, entre ellos una especie de siluro propia de aquel sector, abarcó una extensión de cincuenta acres.

Casi un siglo más tarde, el 23 de octubre de 1947, el biólogo marino D. A. Bajkov estaba desayunando con su esposa en un café de Marksville, Lousiana, cuando empezó a llover. Al poco rato, la calle estaba llena de peces. Bajkov los identificó como «peces luna, pececillos de ojos saltones y percas de hasta veinte centímetros de largo». También fueron encontrados en los tejados, muertos y fríos, pero todavía comestibles.

Y no son los peces los únicos animales que han caído del cielo. Los cronistas de esta clase de anomalías han informado también de diluvios de pájaros, sapos, ratones, serpientes, sangre o incluso pedazos de carne cruda, indicando que puede haber en los cielos comidas más variadas que el maná que se dice que cayó sobre los israelitas.

Lluvia de ranas
En mayo de 1981, los residentes en la ciudad de Naphlion, Grecia meridional, presenciaron una lluvia de ranas verdes. Miles de estos pequeños anfibios, pesando solamente unos pocos gramos cada uno, cayeron del cielo y saltaron por las calles.
Científicos del Instituto Meteorológico de Atenas dieron la explicación acostumbrada. Un torbellino había absorbido las ranas de un pantano en África del Norte y las había transportado unos ochocientos kilómetros a través del Mediterráneo para dejarlas caer en Naphlion.

Curiosamente, pocas ranas murieron a causa del violento viaje. En realidad, se adaptaron muy bien a su nuevo ambiente. Sin embargo, algunos ciudadanos se quejaron de dormir mal por la noche. Los inmigrantes anfibios hacían demasiado ruido.